El arquitecto de las palabras sueña por las noches con sus diseños para que por el día la mano fluya libre, sin dudas ni desconciertos, sin siquiera pensamientos.
Dueño absoluto de su espacio, le encontré en la semiesquina de una calle estrecha y poco transitada del centro de una pequeña población costera de casas bajas y de colores claros a una media hora de distancia de Tánger, en el norte de Marruecos.
Desde bien entrada la tarde y hasta la medianoche se sentaba enfrente de su taller. Una sencilla mesa de madera soportaba un juego de té, un cenicero y un desgastado cuaderno. Bien pertrechado en una silla, dejaba otra libre para cualquiera que quisiera compartir su tiempo con él.
Fruto del azar o de una atracción inconsciente, ocurría a menudo que en mis habituales paseos por las serpenteantes e intrincadas calles de la ciudad me perdía hasta toparme con la esquina del maestro calígrafo. Solo o acompañado, siempre me dirigía una palabra abrazada de un gesto amable, y sentía cada vez con más fuerza la necesidad interior de conversar con él.
Una noche, caminaba otra vez sin rumbo fijo y mis pasos se orientaron de nuevo de forma inexorable hacia el rincón del artista. Le encontré solo, fumando con una expresión concentrada y al mismo tiempo relajada. Consideré que había llegado el momento de abordarle.
-Shalam Alekum. Le saludé.
–Alekum Shalam. Contestó añadiendo una sonrisa suave.
Dio una fuerte bocanada a su pipa y expulsó el humo con suavidad, logrando crear un círculo. Se tomó un momento de pausa y expulsó de nuevo otro círculo más pequeño que se introdujo dentro del anterior. Parecía que tenía mucha práctica.
-Te conozco, eres el hijo del profesor español. Bienvenido a Marruecos, amigo.
-Gracias, es un placer. Le contesté.
Seguimos intercambiando frases corteses y buscando referencias el uno del otro. Se notaba que era buen conversador, pausado, claro y portador de un aura envolvente. Acompasaba su voz con los movimientos de sus manos y el resto de gestos con armonía, escogía las palabras cuidadosamente y las encajaba en su discurso con soltura y concisión. Tal vez echaba en falta más interés por su parte en mi persona, pero no me importaba, mi foco estaba puesto en él y esto sin duda lo valoraba. De estos inicios de la conversación, conocí su nombre y algunos retazos de su historia.
Nacido en Rabat en una familia de cinco hermanos, él era el pequeño. Su padre había sido zapatero y tuvo un taller en el mismo zoco de la ciudad. Profesión heredada de generación en generación, el mayor de sus hermanos seguía dando continuidad al negocio familiar. Él por su parte, tuvo la oportunidad de estudiar y trabajó durante muchos años en las estaciones de ferrocarril de todo Marruecos. Sus últimos años antes de jubilarse los pasó como jefe de la estación de Meknes, ciudad al sur de Tánger.
Actualmente tenía un taller pequeño, repleto de cuadros, bocetos y fotografías de todos los colores y tamaños, aunque sí se podía apreciar un estilo unificador.
Me siguió contando que desde pequeño le llamó la atención la escritura y la Literatura, el estilo, la forma, la estructura y por supuesto el fondo, los significados y el poder de la palabra. Su relación con la caligrafía empezó a muy temprana edad. Lector empedernido, se sabía de memoria parte del Corán y presumía de poder recitar algunos versículos del libro sagrado del islam al revés. Bromeé con él diciéndole que ya era hora de que un musulmán leyese “como Dios manda”.
En esto se ponía serio. “La lectura me abrió los ojos y pronto combiné la contemplación con la acción. De pequeño repetía todas las letras que veía en libros, paredes y carteles una por una, mil y una veces. Cuando descubría un trazo nuevo lo buscaba replicar y no paraba hasta calcarlo a vista de pájaro. Pasé mi infancia jugando con las palabras y las letras. Mientras los otros niños corrían, saltaban y bailaban, yo dibujaba y dibujaba. De vez en cuando soñaba con combinaciones imposibles, símbolos, nuevas construcciones…”
Una vez que sentí que me había ganado una porción de su confianza, me veía preparado para seguir tirándole de la lengua y de esta forma ir entrando un poco más en materia.
-Bueno, entonces te dedicas a esto, ¿no? Eres calígrafo y vendes tus trabajos como artista como una especie de pintor, ¿cierto?
Cuando preguntas buscando inducir la respuesta puedes, o bien encontrar la respuesta que esperas y no conseguir ninguna información; o por el contrario, provocar una respuesta diferente y opuesta, abriendo nuevas vías a la conversación. Afortunadamente, hay personas que se desmarcan de este tipo de preguntas dirigidas y flotan en otras direcciones. Algunos explotan con vehemencia y reaccionan con una negativa rotunda como inicio de su discurso.
Éste, más diplomático pero siempre firme en sus convicciones, se arrellanó en su asiento, me miró cuidadosamente y con una intensidad calmada, como si estuviera calibrándome y al mismo tiempo poniendo orden a sus pensamientos. Dio una fuerte chupada a su pipa y dirigió su mirada a la Luna, que aparecía tímidamente entre las nubes, asomándose poco a poco, de manera discreta. Le seguí en sus movimientos y me alojé en su visión del astro, esperando con calma su réplica. Comprendí que con él existía solo un ritmo y o te acoplabas o te quedabas fuera.
Estuvimos unos segundos en silencio ensimismados, cual lunáticos, en la contemplación de la perfecta redondez y demostración de poderío de la gran bola blanca, que iba adquiriendo paulatinamente mayor protagonismo. Cuando lo consideró oportuno, el artista empezó a hablar.
-Yo no soy calígrafo, soy arquitecto de las palabras. Mis trabajos son únicos, fruto de la inspiración, del trabajo y del estudio previo. Nunca hago nada que sea exactamente igual, cada trabajo es diferente. Lo que puedas encontrar en el taller son ejemplos de lo que puedo hacer, pero no están a la venta.
Asentí fingiendo comprensión. ¿Arquitecto de las palabras?, ¿no vende lo que hace? Sabía que no me iba a desilusionar. Le hice un gesto con las manos indicándole que por favor continuase.
-Cada palabra tiene un significante y un significado, los cuales no escapan de una tradición, un origen, una cultura…Yo visualizo cada palabra como una construcción. De esta forma, si diseñamos por ejemplo un nombre propio, será importante definir qué letra será el pilar principal que sostenga nuestro edificio, cuál o cuáles serán nuestra fachada, las puertas y ventanas, el tejado y todos los demás elementos que constituyan un todo uniforme. Además será necesario entender y transmitir el alma del concepto. La escritura árabe, así como el arte que se observa en la arquitectura musulmana se asienta en los dibujos geométricos, los colores y las formas. En mis creaciones busco ser fiel a la tradición islámica incorporando mi estilo propio. Cada trabajo es un mundo. Se trata de representar la esencia de la cosa, ya sea material o inmaterial, así como sus particularidades dotando de personalidad a cada elemento (cada letra) dentro de un todo (la palabra).
Hizo una pausa para fumar y aproveché para hacerle una petición de manera algo enrevesada.
-Verás, hay un nombre que para mi resulta muy importante y que me gustaría que me escribieses. ¿Cuánto tiempo te llevaría?
-Treinta segundos. Repuso instantáneamente.
-De acuerdo. Le dije el nombre y le expliqué lo que significaba para mi.
Se levantó de la silla y me pidió que le acompañase hacia el interior de su taller. En la mesa de madera enfrente de la puerta, iluminados por un candil que arrojaba una luz mortecina, había dispuestas unas pequeñas hojas de papel, una pluma y un bote con tinta. Tras limpiar cuidadosamente la pluma, la introdujo con suavidad en el bote, escogió uno de los papeles y empezó a dibujar con una firmeza automática sorprendente, como si supiese de antemano lo que iba a hacer. En esos treinta segundos sentí que se paraba el tiempo, el maestro condensaba todo su arte en la acción y yo me preguntaba cómo era posible que una labor de artesanía de enorme valor pudiera realizarse en menos tiempo del que se dedica a poder entenderla.
«Yo visualizo cada palabra como una construcción»
Me explicó que la fuerza del nombre que había escogido y del concepto la llevaba la letra A y que por esa razón ocupaba un lugar central en la composición. Me señaló cada letra y su grado de relevancia, haciendo de nuevo hincapié en que se trataba de un trabajo único. También me aseguró que cualquier lector de origen árabe podría entender su significado literal, quizás no en todos los casos los guiños culturales, históricos y a menudo geográficos propios de su estilo.
Intenté hacer mi propia interpretación en voz alta, que me condujo a un barco cargado de tesoros peleando contra un temporal. Sonriendo, me dijo que todo era posible.
Intuí que no me acercaba a la realidad y probé a sondearle un poco más acerca de lo que él veía.
-Oye, pero dime, ¿qué expresa entonces?
Me miró entonces con fijación a los ojos y con un gesto me pidió que le acompañase de nuevo a la calle. Tomamos asiento. Había cogido un secador inalámbrico y secaba lentamente su obra sujetando con delicadeza las esquinas del papel y volteándolo con soltura. Cuando hubo terminado, me lo devolvió y me dijo:
-Obsérvalo con atención. Una de las virtudes del arte es que nos acerca desde lo estético a nuestra propia naturaleza. El arte, aunque tiene sus referencias, sus modelos, sus esquemas y sus teorías al igual que la ciencia, a diferencia de esta deja siempre un margen para salir libremente de nosotros con su irresistible pureza, porque no tiene nada que demostrar. Para mi esta composición tiene parte de ti y parte de mí, yo soy la mano ejecutora, con mi parte “libre” y mis preceptos y conocimientos previos, pero después estás tú y todo lo que emanas. Me he proyectado en ti y he intentado impregnarme de tu esencia e imbuirme de la idea que me dijiste que significaba ese nombre para ti. Espero haberme acercado a lo que esperabas.
Se detuvo y me dejó tiempo para introducirme en el dibujo y reposar sus palabras. Me estaba hablando de mi esencia, mi ser, de conexiones que sonaban a místicas y mágicas entre personas a través de un medio insospechado por mi hasta ese momento.
¡Vaya si me interesaba! De mi nombre, interpreté internamente muchas posibilidades conectándolas con lo que conozco de mí y mis motivaciones, intereses, tendencias, miedos, deseos, inclinaciones y demás, pero lo hice en silencio. Consideré que no es un asunto que se domine con facilidad.
Me sentí seguro de que la curiosidad era el motor de ese barco de vela que seguía visualizando y ya empezaba a ir a la deriva en mis pensamientos cuando volví a escuchar de nuevo su voz.
-Durante el invierno y la primavera doy clases en una escuela privada en Barcelona. El problema es que los jóvenes de ahora solo se preocupan por la estética y yo les trato de transmitir que si bien la técnica y el estilo son importantes, con esfuerzo, estudio y mucha práctica esto se puede aprender. Pero lo más importante es dotar de alma y profundidad a nuestras obras. El verdadero poder de todo esto radica en desarrollar tu auto conocimiento para transmitir emociones e ideas representativas, un alma, un propósito. Cada uno cuando escribe deja unas líneas maestras de su ser, un mapa del tesoro que conduce a nuestro corazón, una guía para entendernos, para expresarnos, para mostrarnos sin ambajes ante el ojo entrenado. Ese es el principal fin que persigo en mis clases, que se conozcan mejor para hacer obras personales e impregnadas de su esencia. ¡No más imitadores!
Complacido por sus palabras, le expuse mi interés por la grafología y su aplicación en el campo de la selección de personal. Le conté mi experiencia con unos proveedores de un servicio que consistía en pedir a los participantes que escribiesen de su puño y letra una carta de presentación en la que mostrasen su disposición y méritos como candidatos para un puesto determinado. Con esa información, los analistas grafólogos preparaban un informe extenso en el que se exponía en detalle las características competenciales del candidato, se planteaban una serie de conclusiones sobre éste y la conveniencia o no de incorporarlo.
Mientras hablaba me escuchaba con aparente atención y asentía con la cabeza. Cuando estaba finalizando mi intervención, un sujeto barbudo y de mediana edad, sucio y ciertamente harapiento se nos acercó y se dirigió a mi interlocutor. Tras intercambiar en árabe unas pocas palabras, el artista se dirigió a mí y me pidió veinte dírhams.
– Por el trabajo. Dijo con sencillez.
– Disculpa, lo había olvidado por completo. Contesté avergonzado por mi despiste.
Saqué del bolsillo la billetera y no me costó mucho encontrar un billete de veinte, uno de los azules. Se lo alargué y éste a continuación se lo puso en la mano al otro hombre. Éste se alejó.
Cuando se acercó una familia de españoles e iniciaron una conversación con el calígrafo sentí que la magia del momento se había perdido y que ya iba siendo hora de retirarme. Le agradecí el dibujo y su tiempo y me despedí discretamente.
Pasadas no más de dos horas, desde una terraza cercana pude escuchar el sonido de un laúd procedente de la esquinita del artista. Toda una telaraña atrayente para artistas y curiosos. Un pequeño oasis en el que pararse a tomar un té, conversar y aprender con un personaje real que parecía salido de un cuento. El arquitecto de las palabras.